Santos Juliá sobre la "crisis" de la monarquía española

Durante esta última legislatura España está viviendo especialmente una etapa de debate y discusión en torno a unos temas, que si bién siempre han estado presentes, últimamente están tomando mayor trascendencia y un cariz dinámico en torno a la dialéctica que presenta opiniones enfrentadas.
Un gobierno que ha optado por emprender medidas y transformaciones que han despertado las iras de algunos sectores y la siempre frontal oposición que en todo momento han adoptado posturas se han encontrado en las antípodas de las del partido gobernante.
Los temas de debate han llegado a suscitar movilizaciones de las que nos hemos hecho eco a través de los medios de comunicación, con argumentos y contraargumentos, una vez acertados y otros no, que muestran la escalada de radicalización progresiva de las posturas enfrentadas.
Por citar algunos ejemplos tenemos la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo, el Plan Ibarretxe, la Ley de Memoria Histórica...
No obstante, no quiero mostrar una confrontación entre buenos y malos, ni de facciones políticas, sino entre contrarios u opiniones encontradas para observar el contexto y que sirva de introducción para el artículo que viene a continuación.

El artículo de opinión escrito por Santos Juliá en El País es referente a la monarquía española, y a su "pérdida de poder" que se está manifestando últimamente. Si bién matizaría el término "poder" por alguno más acertado -desde mi punto de vista- como puede ser influencia o autoridad en alguna de sus acepciones, es cierto que no son buenos días para la familia real española.
La Casa Real, posiblemente debido al dinámico contexto de los animados debates en torno a estas diversas cuestiones que tan por encima he nombrado, se ha visto salpicada de críticas he incluso ataques desde diversos sectores entre ellos enfrentados. La polémica portada de la revista satírica "El Jueves", las declaraciones de Jimenez Losantos desde la COPE, la quema de la fotografías del rey -en varias ocasiones- o el debate internacional ante la espontánea reacción del monarca en la Cumbre Iberoamericana son algunas de las chinas que se han colado en los zapatos de Don Juan Carlos I, un monarca que como ninguno ha gozado del apoyo como una de las principales figuras de la transición a la democracia y que ahora parece mostrar síntomas de agotamiento como institución, aún con su elección como "Español de la Historia" en un programa de t.v..

Santos Juliá recorre el ascenso progresivo de la figura del monarca que tuvo su hito fundamental en su decisiva actuación en el 23-F, y que ahora, en esta crisis de la monarquía, ve como ese aura de "rey taumaturgo" -utilizando las palabras de Santos Juliá- se va esfumando, estableciendo una opinión crítica sobre la reacción del monarca en la Cumbre. A continuación podeis leer el artículo:

El 22 de noviembre de 1975 -pronto hará 32 años-, Juan Carlos de Borbón se presentaba, en el primer mensaje de la Corona, "como Rey de España, título que me confieren la tradición histórica, las Leyes Fundamentales del Reino y el mandato legítimo de los españoles". Débiles títulos, a pesar de su aparente fortaleza y rotundidad: la tradición histórica había quedado, más que interrumpida, quebrada por la abdicación de Alfonso XIII; las Leyes Fundamentales franquistas tenían los días contados, aunque no faltaban reformistas dispuestos a modificarlas para que todo siguiera igual o parecido; y los españoles se habían visto privados desde febrero de 1936 de la libertad de conferir ningún mandato legítimo. En realidad, Juan Carlos de Borbón se podía presentar como Rey de España porque su antecesor en la Jefatura del Estado, en virtud de su "suprema potestad", así lo había dispuesto.

De modo que el Rey comenzó a reinar no sólo gobernando sino acumulando toda la cantidad de poder posible; nada que ver con un monarca que debe a la tradición su acceso al trono. Su mandato procedía en exclusiva de las Leyes Fundamentales y por eso su primer empeño consistió en abrir el juego político a nuevos participantes con el propósito de ampliar las bases heredadas de la dictadura, sin romper con ella, reformando aquellas leyes hasta el límite de lo posible. En este punto, en el primer semestre de 1976, más que de transición se hablaba de reforma, y nadie había visto todavía en el Rey ningún motor, ningún piloto de ningún cambio. Por su parte, el Rey había recordado, ante el Consejo del Reino, que sólo a él correspondía "la decisión última en los asuntos más trascendentales y en los casos de decisión excepcional, grave, o de emergencia".

Así estaban las cosas cuando el proyecto Arias-Fraga de reformar las Leyes Fundamentales entró en barrena, en medio de una movilización popular y obrera de una magnitud sin precedente y de los obstáculos surgidos en las mismas instituciones del régimen. Fue entonces cuando el Rey, haciendo uso de sus poderes, afirmó ante el Congreso de Estados Unidos: "La Monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de Gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados". Era una nueva concepción del papel de la Corona, ansiosa por alejarse de las fuentes de su supuesta legitimidad para presentarse como "árbitro, defensor del sistema constitucional y promotor de la justicia".

Poder arbitral en el ejercicio de una función integradora: así percibía el Rey su posición como "monarca constitucional" en el primer mensaje a las Cortes elegidas en junio de 1977, una autodefinición algo precipitada pues aún no había Constitución y ya se había disuelto la pretensión de reformar la inexistente. Monarca constitucional lo sería al término de un proceso constituyente que se consumara con un recorte sustancial de su poder. Fue la representación del Partido Comunista, muy hábil y eficaz en el debate sobre la Monarquía, la que consiguió "que la Monarquía inevitable fuera una República coronada", como recordaría luego Jordi Solé Tura, desbaratando la pretensión de atribuir a la Corona "efectivas competencias moderadoras y arbitrales", de modo que se convirtiera en una "poderosa magistratura arbitral", como soñaba el representante de UCD, Miguel Herrero de Miñón.

Insólita por su origen, la Monarquía española lo fue también por el rápido tránsito desde la acumulación de todo el poder a su limitación a un poder simbólico. ¿Sólo simbólico? Naturalmente, los constitucionalistas disputan, pero lo que no tiene discusión es que todos "los actos del Rey" necesitan para ser eficaces el refrendo del presidente del Gobierno o del ministro competente en la materia. Ocurrió, sin embargo, que cuando esta exigencia quedó clara, se produjo una nueva y extraordinaria circunstancia: la legitimidad constitucional alcanzada por esta vía se vio reforzada en el baño de adhesión popular tras un "acto del Rey" situado por necesidad al margen de la Constitución, sin posible refrendo del Gobierno: su actuación en la tarde del 23 y en la madrugada del 24 de febrero de 1981.

Lo extraordinario del caso consistió en que, a los cinco años del inicio de su reinado, Juan Carlos I, rey constitucional, que sólo podía presidir una sesión del Consejo de Ministros si se lo pedía el presidente del Gobierno, actuó como si dispusiera de una "reserva última de poder" -por decirlo con García de Enterría- suficiente para frustrar una intentona militar. Dicho más a la llana: despojado de poder había ejercido el máximo poder posible. Esta singular y contradictoria circunstancia lo catapultó a una tierra donde sólo habitan los reyes taumaturgos, en la que, hiciera en adelante lo que hiciera, se sabía al abrigo de cualquier mirada indiscreta y protegido de cualquier crítica por una nebulosa cortina, mezcla de sentimientos de gratitud y de temor, de admiración y de respeto, en los que vino a condensarse la pregunta que había quedado en el aire: ¿qué habría pasado en aquellos días de febrero si el Rey no hubiera estado allí? Y aún estando allí, ¿qué habría pasado si no hubiera dispuesto -como habría sido el caso si de un presidente de la República se hubiera tratado- de esa "reserva última de poder"?

Las preguntas sin respuesta dan lugar a relatos míticos, que llevan aparejados una suspensión de juicio que se resuelve finalmente en la práctica ritual de mirar sin tocar. La Corona, desde entonces, se mira pero no se toca. A condición, naturalmente, de que, retirada al ámbito de lo simbólico, conserve el aura de su primigenia legitimidad constitucional bañada dos años después en el calor popular. Tal vez ninguna monarquía europea ni, desde luego, ningún rey constitucional español hayan vivido más a resguardo de la crítica que el rey Juan Carlos I, un privilegio que para sí hubiera querido el último monarca de la dinastía Borbón, Alfonso XIII, expuesto desde niño a los bandazos de la opinión, que un día le mostraba su amor -aquel amor del pueblo que tanto echó en falta en abril de 1931- y al día siguiente su desprecio. Si el rey Alfonso pudiera levantar la cabeza, seguro que preguntaría a su nieto: ¿pero qué has hecho, muchacho, para merecer el sublime privilegio de mírame y no me toques en un país como éste?

Y de pronto, tras una acumulación de actos del Rey y de conductas de la familia real excesivamente expuestos a la mirada del público, ese aura mítica que rodea a la Corona se desvanece en el aire, quizá porque ya ha dado de sí todo lo que podía dar, que ya era bastante. El último acto del Rey, un acto político, en presencia, pero de nuevo sin refrendo posible del presidente del Gobierno, ha desencadenado un alud de comentarios que, no por casualidad, son más laudatorios cuanto más partidario sea quien los emite de una Corona fuerte, que actúe, que arbitre, que intervenga. Alabanzas que se mudarán en denuestos si el síndrome de la escalera que afecta al presidente de Venezuela -incapaz de reaccionar sobre la marcha- resulta tan potente como su vulgar e insolente desfachatez y acaba provocando consecuencias políticas y económicas indeseadas.

En todo caso, el último "acto del Rey" tendrá al menos una virtud. Ante la provocación de un jefe de Estado que, muy probablemente, pretendía socavar los fundamentos de esta especie de Commonwealth de países iberoamericanos reunidos una vez al año, Juan Carlos I se conduce, en todos los posibles sentidos de la expresión, como un Borbón, digno heredero de su abuelo. En esta recuperación de la tradición se esfuma o se desvela el aura mítica que escondía la más preciada reserva de su poder: la de actuar, y vivir, más allá de la crítica. A partir de ahora, tendrá que estar, como su abuelo, a las duras y a las maduras, lo cual, visto lo visto con la Corona británica, tampoco es para desesperar, aunque aquí hablamos otra lengua, el español, en la que se empieza con el tuteo pero nunca se sabe dónde se acaba.

FUENTE
JULIÁ, Santos.
El poder del Rey [en línea]. [Madrid]: El País, 2007 [Consulta: 20/11/2007] http://www.elpais.com/articulo/opinion/poder/Rey/elpepiopi/20071117elpepiopi_12/Tes?print=1

IMÁGEN
Santos Juliá
[s.n.]. El historiador Santos Juliá, el pasado mes de febrero [en línea]. [s.l.] La Voz de Asturias, 2005 [Consulta 25/11/2007] http://www.lavozdeasturias.es/noticias/noticia.asp?pkid=236729

Don Juan Carlos I invita a callar a Hugo Chávez en la Cumbre Iberoamericana
[s.n.]. "¿Por qué no te callas?" ya es dominio y suena por celular [en línea]. [s.l.] Infobae, 2007 [Consulta: 25/11/2007] http://www.infobaeprofesional.com/notas/56842-Por-que-no-te-callas-ya-es-dominio-y-suena-por-celular.html&cookie


1 comentarios:

Martín L. dijo...

Está muy bueno el texto; lástima que recién lo leí hoy, porque habría podido ponerlo en las Perlitas de la Blogósfera de esa semana.
Saludos